Ella era tormenta.

¿Has visto una tormenta en su máximo esplendor? Me encantan, están llenas de belleza y realidad. Así era ella.

Recuerdo aquel día en que le abrí la puerta y algo dentro de mí dio un paso atrás. Su energía me empujó. No se debió a nada, sólo sucedió. La invité a pasar, olía a toneladas de miedo y rabia. Entró desafiante.

La invité a sentarse en un lugar cómodo. A los veinte minutos empezó a soltar el peso. Sus compuertas se abrieron y empezó a deshacerse en lágrimas delante de una desconocida que era yo, que tenía la sensación de conocerla desde hace mucho tiempo.

Desde que tenía 8 años empezó con controles dietéticos. Su bloque de hormigón armado, cuando abrí la puerta, tenían motivos para escanearme e investigar si yo podía ser alguna más que le recordara lo que ya ella sabía. Nadie sabía más que ella de su vida, nadie. Tenía todo el derecho de habitar en la mismísima ira. Había vivido en una cárcel, la suya.

Empezamos el camino abrazándo la vida con todo lo su placer y dolor.

Todo esto es sólo un estracto de dos años. Nada de lo que pueda escribir explicaría la esencia que movíamos cuando ella se decidía a ser conmigo.

Su madre la amó como supo. Oscilaba entre el control y la ausencia. Contaba con otra fuente de amor que era su abuela materna, su cuidadora. Ella la premiaba con dejarla ser libre y niña. Así se desarrolló, entre el control y el premio.

Su forma de alimentarse se volvió una trampa que la encarceló. Se veía escondiéndose para comer. Cargaba a su madre a cuestas 45 años después. Se comió en control y lo convirtió en norma.

Ambas, sesión por sesión fuimos desanudando nudos para llegar a comprender que no hay maldad en nada de lo que pudieron dar nuestros padres, sólo ignorancia. En la ignorancia no hay inquina, más bien hay un jardín de abandono, heredado a su vez por la ausencia de escucha al ser único que todos llevamos dentro. Ellos también murieron por dentro cuando eran niños.

Ella fue encontrando su propio punto de apoyo al poder mostrarse entera frente a otro ser humano, descargando kilos de rabia con paciencia infinita y mucha compasión.

El peso que le sobraba era el grito de guerra que aún perduraba ante su madre. Era un: «¡Ya no me vas a controlar más, haré lo que quiera!».

Fue ahí, cuando llegamos a ese botón gigante que pudo sentir que ya ella podía hacerse cargo, que su enfado ya no tenía sentido mantenerlo, pues la estaba literalmente aniquilando por dentro.

Fue la única manera que supo cuidarla allí, no sabía más. No había más que eso.

Ya eso hace mucho tiempo que pasó y ahora ella tiene todo el amor para cuidarse sin exigencias.

Gracias por permitirme vivir tu proceso y crecer con él. Entregarte tan genuinamente me enseñó tanto…

Afortunada soy por encontrarme con personas tan infinitamente bonitas con ganas de encontrar calma y entendimiento de cuerpo adentro.